El sol salió demasiado pronto, con esa orquesta de
aves celebrando una mañana para la que ella no estaba
aún preparada. Una mañana que, técnicamente, era
igual que las otras: su granja realizaba la fotosíntesis y la
casa yacía en silencio. Como siempre.
Y ahí estaba la parte trasera del coche al otro lado de la
ventana de su habitación. Símbolo de que nada era como
siempre; que su ordinaria vida estaba en peligro.


Las autoridades de Hometown deberían ser alertadas,
pero... ¿Cómo explicar el motivo de su viaje en primer
lugar? El gobierno abriría una investigación y metería al
hombre en prisión. Ya no sería cazador jamás. No
necesitaba problemas adicionales. Había una figura de
autoridad en la que podía confiar, sí. Marnie. Y los
nervios eran un lujo que nadie podía permitirse con una
vida en juego.
Comprobó la hora en un pequeño reloj de mesa, regalo
de su madre — los relojes, además de un número
limitado de aparatos mecánicos, estaban permitidos y
funcionaban con luz solar. Media hora hasta que partiera
el tren.


Sin maleta y llevando la ropa de ayer, Luna caminó
hacia la estación dando pasos cortos. En Hometown,
todas las habitantes debían llevar un uniforme para
ejercer acciones cotidianas, uno asignado a cada día de la
semana; lo que significa que podría llevarse una sanción
por presentarse sin el uniforme del día — mas no estaba
en el estado mental que la infundía miedo por no acatar
esa ley.

 

Con viajes gratis para residentes, esta simple y efectiva
estación fue construida para que la población granjera la
tuviera tan cerca de casa como era posible. La estructura
de madera era espaciosa, apoyada en pilares de un
amalgama de piedras preciosas. Gozaba además de un
techo de metal que, en verano, convertía el tiempo de
espera en una simulación de barbacoa: cualquiera
empatizaba con los chorizos y las morcillas. Al menos
había más asientos que posibles pasajeras, así que el
agobio se podía soportar sin empeorarle el momento a
nadie.
Luna llegó antes que el tren, uniéndose al silencio
usual del grupo. Las personas elegidas para vivir en los
campos se conocían a estas alturas, mas la atmósfera
sugería desinterés en conversaciones banales y era
disfrutada por todas.


Una vez se subió al tren, la alta mujer eligió un sitio sin
mirar a nadie. Influenciada por las nuevas emociones y la
severa falta de sueño, Luna reunió suficiente valor para
dejar de hacerse la desinteresada y mirar quién subió al
tren en un día tan ordinario. La pareja más alejada de
ella era la última incorporación en las Tierras Lejanas. Si
había amor en algún lugar de los terrenos agrícolas, se
hallaba en su casa. También podría ser que su amistad
era buenísima.
Una mujer llamada Vanessa, de unos setenta años, se
sentó en frente de la pareja. Era la vecina más cercana de
Luna. Una vida dedicada a la herbología, ganándose así
la extraordinaria autorización para vivir sola.
 

De amable corazón, la mujer era paciente y la razón por
la que Luna conocía algunos cuidados básicos de plantas,
conocimiento compartido mediante minuciosas cartas. A
menudo intercambiaban cestas de cosecha, y los
tomates de la novata al final ganaron la aprobación de la
experta.
En un asiento próximo a Luna, lo suficientemente lejos
para evitar provocar incomodidad, se hallaba una chica
de nombre desconocido, cabello rubio corto y
desordenado. Pura determinación, según su compañero.
Se unió al equipo de caza hace tres ciclos lunares,
convirtiéndose en la mejor de la profesión en tan poco
tiempo. Ganas no la faltaban a la alta mujer de
preguntarle sobre los viajes a la ciudad, saber si era otra
cómplice.


Las pasajeras de los otros vagones se escondían tras
caras borrosas, así que Luna las prestó atención nula.
Compartían una cosa en común: sus ojos se mantenían
clavados al suelo o a sus propias manos. No por la
espeluznante imagen de los edificios saliendo de la
niebla al otro lado del lago Fortezza Dei Sogni. El temor
plagaba sus supersticiosas mentes por las posibles
consecuencias de pensar en la vida al otro lado del lago.

Una pelea tomaba lugar en los árboles, así sugería el piar alborotado de las aves. Las nubes ocultaban el cielo, una uniforme manta blanca entre éste y las criaturas ancladas al suelo. Luna se sentaba en un trono de herramientas, la mesa baja frente a ella cubierta de torres de placas madre y tarjetas gráficas. Casi transmitía la sensación de que las piezas de tecnología, prohibidas en este lado del lago, eran una parte natural del salón, creciendo en las estanterías como si de girasinsoles se tratara.

    El hombre con el que vivía, aunque cazador, traía 'regalos' de los viejos tiempos para ella, que eran piezas de tecnología, y también libros sobre sus pequeñas entrañas. Ella dejó el objeto de examen, una tarjeta gráfica, sobre su desordenada mesa de trabajo — la que antes era una superficie en la que comer reunidas.
    Un gruñido de la puerta anunciaba que iba a ser abierta, indicando que debía irse la comodidad de la soledad durante los próximos días. Se acercó sin miedo ni prisa. ¿Una vampira infiltrándose en una granja dedicada principalmente a cultivar ajos? Situación improbable.

Como era usual, su compañero entró cargando dos bolsas de carne con conservantes naturales, volviendo tras estar fuera durante un ciclo lunar entero. Aparte de la comida, sus manos estaban vacías: logrando un suspiro de su amiga.


 ”No te pongas mustia. ¡Tengo una sorpresa para ti! Métete en el coche.” Dijo él, regresando afuera y haciendo gestos con la mano para que Luna le siguiera.
Escaneando el vehículo de cerca, se puso el cinturón con resignación. El compañero llevaba a Luna de exploración de vez en cuando, incluso la enseñó a conducir ignorando que solamente las cazadoras tenían permiso: la ley existía bajo los ojos de sus agentes y a ella nunca la vieron conduciendo.


Quedarse dentro de las montañas revestidas de nieve, con los gozos de la protección del ajo y gemas gigantes, era la costumbre de Luna. Mas el hombre tomó un giro de noventa grados, adentrándose en prados desconocidos.
    Las vías del tren que vinculaban las Tierras Lejanas con Hometown, siguiendo el río Perséfone, fueron dejadas atrás. Por primera vez, Luna vio un camino compuesto de pequeñas piedras negras que suavizaban la vibración interna del coche.